-De Página 12, Ar.
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Los bancos más poderosos del mundo se reúnen en un club exclusivo que denominan Instituto Internacional de Finanzas (IIF). Su presencia se hace notar en las reuniones anuales del Fondo Monetario, Banco Mundial y el Banco Interamericano de Desarrollo. Entre uno y otro evento es escasa su intervención en su rol de consejeros de países, con excepción de cuando una renegociación de la deuda está en curso. Desde la década del ’80, con las crisis recurrente de los endeudados, detrás del velo académico del IIF los banqueros expresaron los más descarnados aprietes a los gobiernos. Así evitaban hacerlos en primera persona para no afectar los variados negocios que tenían en agenda en esos países. Charles Dallara y luego William Cline fueron los voceros tradicionales de esa comunidad en esa época de estallidos. En la actualidad, esa tarea es realizada con su probada eficiencia para esos menesteres por el todavía vigente William Rhodes, del Citibank, que ejerce la vicepresidencia del Consejo de Administración del IIF. Rhodes es un viejo conocido de los argentinos desde los interminables y turbulentos meses de tratativas por la impagable deuda externa. Es un símbolo del implacable poder, de las finanzas y de la política dominante.
La reaparición de Rhodes, en la cumbre del BID que se desarrolló a comienzos de esta semana en Guatemala, no fue casual. Ni tampoco la elección que hizo de los países para caerles con el peso de sus advertencias. Como si fuese un visionario, observó a Venezuela, Argentina y Ecuador porque se encuentran en una encrucijada, y pontificó que deben reducir su vulnerabilidad ante “un futuro e inevitable choque externo”. El jefe de economistas del IIF, Yusuke Horiguchi, acompañó el diagnóstico de Rhodes, aclarando que “todavía no saben cuándo” se producirá ese choque. Si no fuera porque son hombres del poder, esas declaraciones formarían parte del guión en un programa de humor. Aseguran que habrá una colisión, pero no saben cuándo. Da la impresión de que están abusando de la inocencia o subestimando la capacidad de discernir de la gente. Suena grotesco la selección de esos únicos tres países en riesgo, porque si fueran ciertos los peligros que estarían acechando, toda la región debería estar en alerta. Para los banqueros personificados en Rhodes, si la bonanza externa desapareciera, sólo los gobiernos del eje del mal sufrirían las consecuencias, como si el Uruguay de Tabaré Vázquez o el Brasil de Lula fueran inmunes. Respecto de Argentina, Rhodes indicó que el Gobierno tiene un “agresivo enfoque no-mercado en su política económica que constituye el mayor riesgo a mediano plazo”.
Se descubre, de ese modo, la profunda raíz ideológica conservadora de esa orden religiosa cuya misión es el desarrollo de negocios financieros rentables para banqueros y ruinosos para países más o menos débiles.
En esa cofradía participan adherentes por convicción, otros por desorientación y varios por interés monetario. En ese último lote se inscriben profesionales que trabajan en consultoras y en las infalibles –después de la difusión de los resultados– agencias de calificación de riesgo, como Standard & Poor’s. Haciendo el coro al IIF de Rhodes, el director de deuda soberana de S&P, Joydeep Mukherji, atemorizó en los últimos días con que la economía argentina podría navegar a la deriva si los precios de los bienes exportables cayeran. Recomendó, como no podía ser de otra manera, bajar el gasto público y eliminar los que denomina “controles de precios” para así tener posibilidades de “capear el temporal”. Mukherji hizo gala de la precisión de los economistas, al señalar que la Argentina está disfrutando del mejor contexto global desde fines del siglo XIX, pero “en algún momento esto tendrá que cambiar”. ¿Cuándo? No es una pregunta pertinente para ese tipo de estudiosos.
En realidad, en la inevitabilidad de un choque externo de Rhodes o en la seguridad de que lo bueno no dura para siempre de Mukherji, además de la expresión de una ideología reaccionaria y de la manifestación de la avaricia por obtener ganancias aún más abultadas, se expone el lamento de no tener la hegemonía política en un escenario económico internacional tan favorable. La mayoría de los cuestionamientos de éstos y de otros banqueros, de ése y de varios analistas de la city son inconsistentes y hasta, en algunos casos, absurdos. A esta altura, ante la persistencia de sus falsos diagnósticos y pronósticos equivocados, las críticas parecen de envidia más que de preocupación. La ortodoxia postuló como pilares básicos de su pensamiento el orden de las cuentas públicas, el excedente fiscal y la prudencia de la política monetaria. Y un gobierno peronista con un equipo económico no tradicional lidera esa política, con todos los condimentos culturales, de prepotencia, vulgaridad y heterodoxia populista que irrita sobremanera a la oposición ilustrada.
Después de construir escenarios apocalípticos, el lamento de la ortodoxia deriva, finalmente, en la pobreza argumental del factor suerte. Insisten con que el crecimiento a tasas chinas de los últimos cuatro años y que continuará en éste sólo se explica por la fortuna de contar con viento a favor desde el exterior. Es indudable la existencia de ese destino agraciado, pero quienes enfatizan haber sacado ese pleno en la ruleta no explican por qué la elogiada ortodoxia monetaria del Brasil de Lula no pudo imitar igual desempeño económico. Lo que sucede es que, luego del fracaso de los noventa, a esa orden religiosa se les hubiera presentado la revancha de redimirse y consolidar la supremacía de sus ideas –económicas y políticas– gracias al benévolo escenario internacional. Aunque, como se observa en Brasil, aquél no resulta suficiente. A la feligresía de esa parroquia se le abría la posibilidad de repetir la historia de la mítica Generación del ’80 (de 1880), grupo conformado en su mayoría por políticos e intelectuales que eran liberales en lo económico y conservadores en lo político. En ese período, hacia finales del siglo XIX, explica el historiador Mario Rapoport, “se concretaba una nueva división internacional del trabajo que comprendía una superficie nunca antes abarcada por la producción capitalista y que implicaba un nuevo salto en la tendencia del proceso de producción a internacionalizarse”. Agrega que “los cambios en las comunicaciones y los transportes hicieron que el mundo comenzara a achicarse” y apunta que dentro de ese marco “una serie de países, en particular la Argentina, iniciaron su incorporación definitiva a la economía mundial”. Como en su momento fue Gran Bretaña el catalizador de ese proceso de crecimiento sostenido por varias décadas, hoy son China e India y la explosión de las telecomunicaciones que han producido una alteración en la lógica del desarrollo y expansión del mundo capitalista. Proceso que encuentra a la Argentina, como en la época de la Generación del ’80, en un lugar privilegiado. La diferente lectura del establishment respecto de ambos momentos es que en un caso fue la visión de desarrollo de un país que tenía una clase dirigente iluminada, en cambio ahora se trata simplemente de la suerte. Como en todo, hay un poco de cada cosa, sin embargo, a esta altura, con menos apasionamiento, habría que empezar a abandonar el cliché del azar y comenzar a debatir con más rigor el sendero de desarrollo oportuno para aprovechar el excepcional ciclo de expansión mundial.
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